En la historia del arte grandes figuras se sobrepusieron a problemas físicos que afectaron su obra, especialmente -vaya paradoja para un pintor- dificultades en su vista. Renoir y Monet lidiaron con patologías visuales que, igualmente, no les impidieron transformarse en dos de los más importantes artistas de su tiempo.
Auguste Renoir demostró, sin dudas, un espíritu invencible. Sus cuadros de colores brillantes y bordes esfumados reflejaban el mundo, como si fuese visto a través de un velo. En realidad, ese efecto en su obra era debido a que el mundo lo veía sin anteojos: toda la evidencia indica que era miope. Así lo sugiere su costumbre de acercar demasiado el rostro, a muy corta distancia de los cuadros, para colocar sutiles pinceladas, preanunciando el puntillismo.
Padeció, además, otra enfermedad invalidante: sufría artritis reumática, lo que progresivamente afectó sus manos y pies. Quedó relegado a una silla de ruedas y llegó a trabajar con los pinceles atados a sus muñecas.
En sus últimos años, los dolores articulares lo obligaban a permanecer en su habitación por semanas Necesitaba ayuda para movilizarse, para cambiar los pinceles y mezclar los colores, pero Renoir seguía pintando. Cuando le preguntaron cómo hacía para trabajar pese a sus molestias, respondió: “El dolor se va, la belleza queda”. El último cuadro lo terminó un día antes de su muerte, a los setenta y ocho años.
A través de un cuadro, el artista refleja cómo ve algo (concreto o abstracto, real o ficticio), influenciado por su experiencia. Nada puede modificar más la visión del mundo para un pintor que una enfermedad en sus ojos.
Monet: un velo en los ojos
Los problemas visuales que padecía Claude Monet, relatados por el propio artista, influyeron notoriamente en su estado de ánimo. En un viaje a Venecia, se dio cuenta que percibía los colores alterados. Pero recién en 1912 su visión decayó notablemente y le diagnosticaron cataratas. Los cristalinos, al opacarse, van adquiriendo un tinte amarillento y con el tiempo, marrón rojizo. Éste actúa como un filtro para los colores y modifica, especialmente, la percepción del azul. Por eso, sus cuadros adquirieron un matiz rojizo; Monet solía decir que se habían vuelto “odiosamente falsos”.
Una vez realizado el diagnóstico, en aquel entonces se debía esperar que la catarata adquiriese cierta «consistencia” para poder retirarla a través de una incisión corneal de más de 12 milímetros. No hacerlo en el momento adecuado auguraba problemas durante la cirugía: los porcentajes de las complicaciones eran altísimos y la recuperación muy lenta. Los pacientes debían guardar reposo, inmóviles por varios días, y después utilizar gruesas gafas para compensar la falta de cristalino.
Acongojado por sus obras tenebrosas plagadas de marrones, tomó la decisión de operarse en 1923. No fue un paciente fácil en el período posterior: no hacía el reposo indicado, y se quitaba las vendas. Se quejaba de la nueva visión que lo invadía de azules y violetas “colores exagerados y terroríficos”: “Se ve sucio”, decía.
Finalmente, su oftalmólogo, con paciencia y dedicación orientó a Monet que pudo hasta lograr que en julio de 1925 escribiera “Puedo vivir y respirar de nuevo…. estoy alegremente viendo todo otra vez y trabajo con pasión”. Así lo hizo hasta el día de su muerte, en diciembre de 1926.
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