Cortázar fue un escritor fuera de lo común que transformó la narrativa de la literatura latinoamericana del siglo XX. Además fue un intelectual profundamente comprometido con su tiempo y con aquellos valores que profesaba.
“A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto”
Así comienza un muy breve cuento de Julio Cortázar, llamado Historia verídica. El escritor argentino fue uno de los más grandes exponentes de las letras en el país y dejó una profunda huella en varias generaciones. El hallazgo de ese relato se vincula con la relación que él mismo tenía con los anteojos.
En varias fotos aparece usando un par de marco grueso. Sobre todo, en aquellas que lo muestran ya de edad avanzada. Seguramente muchos lo recordarán más por su mirada, su altura, y especialmente por su particular manera de pronunciar la letra R. Sin embargo, que muchas imágenes lo muestren con esos típicos anteojos rectangulares en su rostro es casi una excusa para recordarlo, a poco de cumplirse un nuevo aniversario de su muerte.
Ya de pequeño tenía una visión fantástica de las cosas que preocupaba a su familia. Su percepción de lo real y lo imaginario era diferente a la de los otros niños.
Contrariamente a lo que muchos imaginan, no era argentino, ni tampoco francés. Había nacido casi por accidente en Bruselas, Bélgica, el 26 de agosto de 1914. Hijo de padres argentinos, tenía antepasados vascos, franceses y alemanes. Tal vez por eso era bastante raro para ser latinoamericano. Físicamente flaco, alto, con una sonrisa particular y una mirada siempre inquieta sobre cualquier tema, aún los más cotidianos como la rotura de unas gafas.
El relato continúa de este modo:
“Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud”.
Infancia y vocación docente
El pequeño Julio tenía cuatro años cuando su familia regresó a la Argentina. Hablaba francés y de allí le quedo esa forma tan especial de pronunciación. Creció en Banfield y su niñez estuvo teñida de imágenes maravillosas. Su infancia la pasó invadido de palabras extrañas que tomarían sentido años más tarde en sus relatos.
Se recibió de maestro, terminó el profesorado y luego cursó letras en la Facultad, aunque abandonó los estudios. Durante treinta años Julio Cortázar pasó casi inadvertido por la literatura. Apenas tenía unos ensayos publicados en distintas revistas, se dedicaba a la docencia y a su pasión por el jazz.
En 1949 Cortázar viaja a Europa por primera vez, y parece encontrar en París lo que en Argentina no hallaba: magas, cronopios y famas. Allí, para fortuna de muchas generaciones entre bulevares, tabernas y una profunda soledad, nacería el escritor.
La otra realidad
“Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora”.
Ese es el final del breve relato. No fue raro que Cortázar se inclinara hacia la literatura fantástica, ya que su propia vida estaba poblada de historias extrañas, que luego trasladaba a los cuentos. La constante búsqueda de sí mismo lo llevó a encontrarse con Oliveira y la Maga; a darle forma y vida a su melancolía. Así nace una de sus obras más importantes: Rayuela.
Alguna vez confesó que «hubiera preferido ser músico más que escritor». Afortunadamente, para los amantes de la lectura, su destino fue otro: convertirse en una de las más reconocidas plumas de la literatura argentina.